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María A. García de la Torre

Colombia, a lo lejos

Ojalá que la posguerra ofreciera una alternativa real de retorno para los millones de colombianos que añoran su tierra desde el exilio.

Durante una semana entera se despertó hacia las 4 de la mañana con una pregunta retumbando en su mente: "¿Por qué estoy aquí?". ¿Por qué estaba en un país lejano, a miles de kilómetros de distancia de su familia, de sus amigos de infancia, de sus paisajes y de sus calles bogotanas? Hacía tres años que no recorría los recovecos de la Candelaria, que no compraba obleas en la esquina de su casa. ¿Había huido al exilio por amenazas de muerte? No. ¿Había estado en una situación económica inestable? Tampoco. Se había ido simplemente porque de Colombia hay que irse, es un imperativo. El que puede se va. Para eso hay que quemarse las pestañas estudiando inglés para pasar el TOELF. Para eso crecemos con Alf, oyendo Michael Jackson y leyendo en las noticias que allá arriba, más allá de Centroamérica, hay un país sin guerra, donde la mayoría de la gente muere de vieja y no descuartizada frente a su familia. En suma, una tierra que ofrecía tranquilidad.

Pero durante toda esa semana, las razones que antaño fueran tan claras hoy no tenían mucho sentido. Tal vez había llegado ese temido momento en que el exilio no era una bocanada de aire fresco, sino un océano bajo el cual estaba sumergida sin poder respirar. No hay una palabra en español que defina exactamente esa sensación que los ingleses llaman ‘homesickness’ y los franceses, ‘mal du pays’: la añoranza de volver a la tierra natal y el dolor de no poder hacerlo.

 

Su consuelo era el cese de hostilidades con las Farc, como el principio del fin del infierno en el que había vivido tres décadas en Colombia. ¿Llegaría, también, la desmovilización del Eln, de los paramilitares, acompañada de una caída dramática de la delincuencia común? ¿O faltaría para eso que naciera y creciera otra generación? Sus padres también habían creído en un proyecto de país nuevo, justo y democrático, en los años 70. Y habían tenido que enfrentar el estruendoso fracaso frente a la perpetuación de los gobiernos de derecha y la estigmatización de la izquierda.

Pensó en los millones de colombianos exiliados que, como ella, lo habían dejado todo para empezar de cero en un país desconocido. Ahora se sentía parte de ese colectivo anónimo que a nadie le importaba. Muchos de ellos ni siquiera tenían el derecho al voto. Ahora cobraba sentido su obsesión por el exilio republicano durante la dictadura de Franco. Tal vez buscaba respuestas en ese país del que éramos caricaturesca extensión.

Los exiliados españoles que habían huido a México, Francia, Argentina —ellos sí, escapando de una muerte segura— no solo habían dejado atrás a familiares y amigos, sino que ellos mismos se habían desvanecido en el día a día de sus seres queridos como una pintura que pierde colores con el paso del tiempo. Empezó a comprender que esa sensación de alienación se iba convirtiendo, lentamente, en una necesidad imperiosa de volver, como lo cantaba Gardel.

Esa semana en vela fue la revelación amarga del exilio: ya no podría volver nunca a ese país que había dejado, incluso si, en algún momento, volvía a vivir a Bogotá. Ya la ciudad no era la misma, ya sus amigos se habían distanciado con esposos y niños que no conocía y que no había visto crecer. El efecto inmediato del destierro es intentar echar raíces en un valle más tranquilo, pero el precio es dejar atrás todas las pequeñas cosas que hacían de ella lo que era: los dichos iban desapareciendo de su memoria y a veces le salían frases en un español acartonado. También había recortado su silueta de todos los retratos familiares presentes y futuros.

Ojalá, pensó, que la posguerra ofreciera una alternativa real de retorno para los millones de colombianos que añoran su tierra desde el exilio. Y ojalá que algún día pudiera responder a esa pregunta que la seguía despertando en la mitad de la noche como una sentencia ineludible: ¿por qué estoy aquí?


María Antonia García de la Torre
@caidadelatorre

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